miércoles, 18 de diciembre de 2013

RETAZOS AUTOBIOGRÁFICOS: ¡AWOPBOPALOOBOP…!



BAILANDO LOS 50 “GUATEQUEROS”
(Tirando del fondo del catálogo del recuerdo)


No es un "botellón". Foto de una verbena en el Casino de A Coruña (el Leirón) a finales de los años 50.


En los años cincuenta la canción española derivó en forma arrolladora al llamado estilo moderno, que no es sino la adopción de ritmos nuevos originales de diferentes países extranjeros. Destacando la soberanía del folklore, que se mantuvo invicto en España durante más de cinco lustros, los contumaces de la canción ligera se entregaron al cultivo de una aberración  musical impuesta por el gusto norteamericano, negroide, italiano, francés, inglés… que salvo contadas excepciones consiste en hermanar chillidos y manoteos a favor de un ritmo, donde los importante es que se preste al bailoteo antes de recrear el oído con una hermosa melodía”.
Alvaro Retama: Historia de la canción española

Así estaba el patio musical español cuando los adolescentes coruñeses de mi generación empezamos a ir de guateque, en la segunda mitad de los años cincuenta. Los domingos por la mañana nos poníamos los trajes nuevos y bajábamos al centro para hacer el recorrido de los vinos por los Olmos y La Estrella y, por la tarde, quedábamos con las chicas en los guateques caseros que se celebraban para la supervisión ocular de algún familiar. Nos poníamos morados, sí, pero de merendar. Hacer manitas era la gloria. Robar un beso, ¡lo máximo!

El tinglado musical estaba montado por los medios de difusión de la época hacia una sola dirección señalada por el rechazo de cualquier injerencia extranjerizante ajena al concepto de hispanidad. Y así andábamos los mocitos de entonces, hoy llamados adolescentes, ambientando el diario vivir con la banda sonora de boleros, cuplés, canciones mexicanas, algo de Glen Miller, un poco del cha–cha–chá del tren o del tranvía de Santa Marta, y la reconstituyente canción del Cola Cao que, en todo momento, velaba por nuestro desarrollo físico.

La música de la época era uni-generacional y lo que bailaban los padres, lo bailaban los hijos. No quedaba otra… aunque mejor sería decir que no teníamos otra. Eran momentos coyunturales en los que la copla y la recopla conformaban nuestra folclórica realidad hasta que, con el recién nacido microsurco, se establecen en España nuevas compañías discográficas que traen aires musicales de refresco y empiezan a sonar en los primeros guateques canciones como Picolísima Serenata, Ricordate Marcelino, Torero cha-cha-cha, y cantantes y complessos italianos como Renato Carosone empiezan a incordiar la hegemonía de las figuras españolas de la época como Juanito Segarra, Antonio Machín o Jorge Sepúlveda, quien, al loro de lo nuevo, es de los primeros en versionar los éxitos italianos, aunque el éxito más popular le llegaría con la adaptación de la canción Sixteen Tons – Dieciséis Toneladas–  del norteamericano Tenesse Ernie Ford.

Es entonces cuando los jóvenes de aquel entonces sufrimos un encontronazo con una música ajena a nuestros usos y costumbres. Le llamaban rock´n´roll.

LA TRANSICIÓN: ¡AWOPBOPALOOBOP…

Espabilados por el despertador del Rock around the clock, le hicimos –aunque fuera a codazos– un hueco a los discos de Bill Haley y Elvis Presley. Con ellos compartimos guateques en las tandas de las rápidas junto con los verbeneros ritmos del mambo, el merengue apambichao y el En Forma de Glenn Miller
Una transición musical que me cogió en pantalones cortos. Andaba yo por los trece años cuando, después de refregar a conciencia, con unto o tocino, la cara y las extremidades inferiores para que la pelusa cogiera cuerpo y se convirtiera en erecto cañoto capilar como signo externo de hombría, decidí ponerme de largo. Era lo que me faltaba para ser un hombre. Ya me afeitaba y después de dar una achicada al pitillo era capaz de decir "el hombre que sabe fumar echa el humo después de hablar". Tenía fachada y sólo me faltaba el pantalón largo para ser un hombrecito y poder colarme en los cines para ver las películas autorizadas para mayores.

Así que, decidido, solicité a mi madre el cambio de formato en las perneras y me encontré con la sorpresa de que tenía que pasar por una etapa de transición marcada por las costumbres: ponerme pantalón bombacho. Me negué en redondo y lo que conseguí fue un pantalón para ir as medras confeccionado en la Sastrería David de la calle Real. Es decir, con un palmo de largo por debajo de las rodillas –lo que hoy se conoce como bermudas–. Lo lucí a regañadientes una buena temporada hasta que llegó mi ansiada puesta de largo.

“HUYENDO DEL BOMBACHO”: JEANS ON THE ROCK

Además del traje de los domingos, la estrella del vestuario básico de mis 14 ó 15 años eran los jerseys caseros, hechos a golpe de calceta –y en cuya confección participara, siempre resignado, a la hora de hacer los ovillos de lana– y los pantalones vaqueros, símbolos del rock and roll, por los que tuve un conflicto familiar.

Tras mucho insistir, mi madre acabó claudicando ante mis rogativas y me compró un pantalón vaquero… pero, no me sentaba bien. La realidad era que estaban nuevos, no eran ajustados, ni tenían rodilleras y culeras blanqueadas por el uso, como lucían los jóvenes americanos en las películas. Alguien de la pandilla me dio la solución de cómo envejecer  el pantalón vaquero por la vía rápida, y me puse manos a la obra…

Me fui a las rocas de la playa de Riazor y me metí en una poza con agua del mar con los pantalones puestos. Posteriormente, y sin sacarlos, lo tenía que secar al sol mientras frotaba enérgicamente la zona de las rodillas y las nalgas contra las rocas. En esas estaba cuando la hora de comer se me echó encima y tuve que irme a casa. Al abrirme la puerta mi madre se santiguó ante la visión…

Allí estaba yo con el pantalón vaquero empapado y las zonas de fricción rocosa    –rodillas, culo y perneras– maltrechas por el ímpetu impreso a la acción de desgaste. Dicho de otra manera: había salido de casa horas antes con un pantalón nuevo del trinque y regresaba con un pantalón que, más que usado, estaba roto.

La desfeita me acarreó un castigo de reclusión domiciliaria durante un par de semanas que, por buena conducta, quedó reducido a tres o cuatro días. Cuando salí a la calle, lo hice presumiendo de mi pantalón vaquero nuevo, no sin escuchar las voces adultas que recriminaban mi vestimenta con la frase  de …”a dónde vas con esa pinta… pareces un pordiosero”. Y yo, tan contento.

Tuve que sufrir la incomprensión de los mayores, nada predispuestos a la innovación estética, por querer lucir rápidamente unos pantalones vaqueros gastados. No fue la única vez, ya que volví a experimentar el desgaste rápido con los siguientes vaqueros, a base de lejía, hasta que en el Rastro madrileño me compré unos jeans made in USA de segunda mano que,  complementado con chupa de cuero, colmaron mis ansias  estéticas rockanrroleras.
Hoy ya salen los pantalones rotos y usados de fábrica. Los tiempos han cambiado.


 UN “NIÑO BIEN” DE LA CORUÑA
Verano del 64

Na barra do Embajador, uns nenos ben, posiblemente Nonito Pereira e outro ó que algunhas mozas alcuman El Gambita, falan entre eles sorrindo, mentres ollan as rapazas de esquello. Beben “cup” e visten americana, gravata estreita e pantalón axustado“.


Las experiencias adquiridas en las rutas musicales madrileñas hacían que, al llegar las vacaciones se me subiera el pavo –estaba en la edad– y llegara a  Coruña presumiendo y contando historias que los amigos no siempre se creían.

Unas eran ciertas, pero otras nacían de la exuberante fantasía de juventud que me llevaba a exagerar situaciones y vivencias para molar en los ambientes de ocio que la juventud coruñesa solía frecuentar: La Solana, la Parrilla del Hotel Embajador, La Granja, el Leirón del Casino, el Moderno de Sada, la Pista Rey Brigo de Betanzos, El Seijal de San Pedro de Nos y el Playa Club.

Coruña tenía su vidilla y los jóvenes hacíamos nuestros pinitos musicales a imagen y semejanza de lo que nos llegaba de afuera. Había en la ciudad grupos como Los Key    –que incluso llegaron a acompañar a la cantante Rosalía, estrella ye-yé de la época–, Los Sammar´s y Los Sombras que eran la punta de lanza de la nueva música y representaban la modernidad frente a los combos como el de Pucho Portela y Jai, que eran formaciones estables de las boites de la ciudad, y las grandes orquestas como Satélites, Finisterre o Trovadores, que dominaban los ambientes de verbenas y salas de fiestas.
  
Madrid me había espabilado y aquel joven que a principios de los 60 había llegado a la capital limitado por sus timideces y el desconocimiento de los bailes de moda, se fue convirtiendo en un bailón, aunque nunca pensé que llegara a ser elegido como prototipo de niño bien de La Coruña, y adquiriera tanta celebridad como para figurar, de búcaro, en el repaso ambiental y costumbrista de la ciudad en el libro Historias do Deportivo, escrito por los periodistas Xesús Flores y Xosé Mexuto, y editado en 1993 por Xerais. ¡Menuda sorpresa!

“A boite do Hotel Embajador estaba chea aquel sábado estival do 64. Nada novo baixo o sol. A Coruña recibe coma tódolos anos a escolta de xeneral Franco, que descansa uns días no veciño pazo de Meirás. Os dous locais de moda da cidade, o da Solana estrouto, no que o vocalista Jai e a súa orquesta animan a mocidade, non teñen unha soa mesa libre. Na barra do Embajador, uns nenos ben, posiblemente Nonito Pereira e outro ó que algunhas mozas alcuman El Gambita, falan entre eles sorrindo, mentres ollan as rapazas de esquello. Beben “cup” e visten americana, gravata estreita e pantalón axustado“.

 Como otros muchos jóvenes, me ponía el traje de fiesta y acudía a la Parrilla del Embajador, donde estaba el ambiente. La situación narrativa encaja en los parámetros habituales: llegada a la sala, acomodarse en la barra, ojear el ambiente y, posteriormente, iniciar el acercamiento a las mesas donde estaban las chicas. Posiblemente, como se escribe, fuera yo uno de esos “nenos ben” aunque no sitúo a El Gambita. Si recuerdo, sin embargo, a Dito Liñeira, que dominaba la escena con soltura y que, de vez en cuando, subía a la tarima de la orquesta para marcarse unas canciones románticas italianas –Al di lá era su preferida– . Dito se las llevaba de calle...

UN “OIDOR” EMPEDERNIDO

¿Qué instrumento tocas?... Esta pregunta me persigue desde que tuve el atrevimiento de hablar y escribir de música hace ahora casi cuarenta años. Dicen, sobre todo quienes padecen críticas negativas que creen injustificadas, que los críticos musicales son una especie de músicos frustrados. Que suelen tener en sus comentarios la acidez de unos ánimos revanchistas, producto de su incapacidad para destacar como ejecutantes en las diferentes facetas del arte musical.

Puede ser. Supongo que sí y que no. La verdad es que nunca me sentí aludido al respecto, porque mal puedo sentirme frustrado de algo que nunca hice, como es tocar algún instrumento. Bueno, en realidad, intentar, lo que se dice intentar, lo intenté, pero, no tuve paciencia para hacerlo medianamente bien. Tal vez por ello respeto a todos los músicos que, al margen de sus calidades, son capaces de armonizar sonidos y convertirlos en música.

El instrumento elegido para iniciarme en la música como practicante fue la batería. Recuerdo que no me perdía ningún ensayo del grupo estable del Playa Club. Las tardes que ensayaban Pucho Portela al violín, Amadeo al piano y Deus en la batería me plantaba de oyente, tragándome todo el ensayo.

Hoy pienso que aquellas interminables sesiones me proporcionaron un “ángulo de visión” musical mucho más amplio que el de la actuación. Comprobar cómo nacían las canciones y cómo iban tomando forma después de inacabables repeticiones sirvieron, sin duda, para que valorara de forma especial el trabajo de los músicos.

A partir de aquellos ensayos me convertí en un “oidor” empedernido, y empecé a digerir la música desde una perspectiva diferente a la de los usuarios normales, que la usaban mayoritariamente para bailar. Aprendí a buscar sensaciones y a profundizar en los diferentes estilos musicales gracias a lo que escuchaba en aquellos ensayos.

Un día en el que Deus se había olvidado de guardar las baquetas, me senté frente a la batería y empecé a castigar el parche de la caja y repicar en los platos. Incluso cuando no tenía palillos con los que golpear caja y platos, recurría a tenedores, cuchillos y cucharas para hacerlos sonar. ¡Menudo cabreo agarró Deus el día que apareció el parche de la caja con tremendo agujero! El caso es que el polirritmo autodidacta de las extremidades superiores me llevó a intentarlo con las inferiores manejando los pedales del bombo y el chastón. Eso de mover al mismo tiempo brazos y pies, haciendo cosas distintas, era mucho para mí, y se apagaron mis ilusiones de llegar a ser baterista.

Volví a la carga cuando Perillo sustituyó a Deus en el grupo estable. Peri –que años después llegaría a ser el batería de Los Tamara– se pasaba las tardes haciendo muñecas con las baquetas y clavando, con la partitura delante, solos de Gene Krupa. En ese momento me di cuenta de que también era preciso estudiar para tocar la batería y acabé convirtiéndome en lo que soy: un oidor empedernido sin ningún tipo de frustración.

Tal vez por ello, nunca me consideré un crítico musical, debido a mis evidentes desconocimientos técnicos sobre la música. Todo lo más un aficionado musical que después de escuchar mucha música ha logrado una técnica personal de audición que me permite opinar, sabedor de mis limitaciones, sobre la música que me gusta o no, evitando siempre caer en la tentación de emitir criterios objetivos sobre la subjetividad de lo bueno y lo malo. Me considero un comentarista que, desde el respeto a todos los músicos, tiene el oído y la sensibilidad muy trabajada a través de miles de horas escuchando música y viviendo en el entorno de los músicos. Ni más, ni menos.








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